Acostumbro a decir que para mí la música es tan
importante como la palabra. Afirmación que puede parecer excesiva si se toma al
pie de la letra. Yo la pongo al pie, pero del sentimiento. Del sentimiento emocional al que ahora psicólogos, sociólogos,
y todas aquellas personas que se dedican al estudio del comportamiento humano,
le dan ahora tanta importancia. Mucho camino han recorrido quienes se dedican
a estudiar la inteligencia desde el punto de vista de las emociones, de esa
capacidad de reconocer sentimientos propios y ajenos y la facilidad para
manejarlos. Mi primer contacto con ese nuevo concepto de inteligencia bajo el
crisol de la emoción, se produjo en 1995, cuando cayó en mis manos el libro de
Daniel Coleman titulado Emocional Intelligence. Pero no fue
Coleman pionero en esta teoría, ya en 1920 el psicólogo
estadounidense Thorndike utilizó el término inteligencia
social, resaltando la importancia de factores que iban más allá de los meramente
cognitivos. Es decir, de los factores emocionales. Y desde entonces han sido muchos los estudios
–fundamentalmente desde las universidades americanas- que se han realizado en esa dirección. Ni que
decir tiene que desde un principio me adherí con fuerza a esos nuevos
conceptos, fundamentalmente porque comprobé en mi persona que si era capaz de
gestionar mis sentimientos adecuadamente, era –en principio- más feliz y,
además, sacaba un mayor rendimiento a mis pensamientos, redundando en la toma
de decisiones y en la eficacia de mis
acciones. Y también pude comprobar que
aquellas personas que canalizaban mal
sus emociones tenían siempre en riesgo su estabilidad síquica. Entre el sentir
y el pensar media siempre indefectiblemente la emoción controlada, que no al libre albedrío. En exceso, hasta lo
más saludable puede ser malo.
Y regreso al título: Música y emoción. La primera, me conduce indefectiblemente a la
emoción. Que, por otra parte –y eso debía de haberlo dicho ya- se produce
siempre –la emoción, digo- por un estímulo externo. Qué decir de los efectos que nos
producen esos sonidos encadenados que conocemos como música. Sirva para explicarlo un ejemplo muy
sencillo: el cine. Nada escenifica más terror,
alegría, suspense…, que las bandas sonoras. Si nos
detenemos un poco y observamos nuestro
comportamiento, las reacciones que tenemos siempre van precedidas del estímulo
que nos proporciona el lenguaje musical.
Se acelera nuestro corazón, las pupilas se contraen o se dilatan, se tensa el cuerpo, se retrae la musculatura…, nos adentrarnos en la situación sin que medie
nuestra voluntad. Y todo ello merced a la emoción que produce la música. Por
eso considero que es tan importante en nuestra vida el lenguaje de los sonidos.
Las notas, adecuadamente enlazadas y combinadas, producen efectos en el cerebro
que va más allá del puro razonamiento cognitivo, sin duda más lento. El proceso se genera de manera espontánea y
produce efectos a los que difícilmente llegaríamos tan directamente aplicando
exclusivamente el razonamiento lógico.
Por todo esto que digo, y que vivo, defiendo que no
debería de haber plan de estudios que no otorgase un puesto importante a la
formación musical. Pues así, mejor que de ninguna otra forma, y
fundamentalmente de manera más placentera, canalizaríamos esas neuronas que
conducen los impulsos que nos permiten
pensar, sentir y actuar.
Y ya en otra ocasión comentaré la importancia d e
la música en nuestro ocio.
OS DEJO UN VÍDEO DE JOAQUÍN PIXÁN Y ALFREDO KRAUS
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